Fue mi amigo Pedro G. Romero el que le puso nombre a lo que yo acababa de contarle: mi inquietud por hacer una obra que uniera dos universos, el de la música contemporánea y el del flamenco más profundo, más original, un flamenco que me gusta cada vez más, y que reconozco en Inés Bacán. Me siento cómodo en la línea que va de uno a otro, me siento cómodo con el silencio. Desde esta mañana, aquí, estamos creando algo que no tiene nombre, un mundo nuevo. Estamos en una isla desierta e intentamos que sea habitable. Es como si cada uno de nosotros fuera andando por la calle y de pronto lo sacan de allí y se encuentra en una habitación con otras dos personas que hablan lenguas distintas. De repente tres idiomas distintos aprenden a comunicarse. Este espectáculo saca por tanto el flamenco de su hábitat natural. Tenemos libertad para experimentar, en un espacio sin principio ni fin, sin concesiones. En el espectáculo, somos esta habitación, y el espectador nos observa por el agujero de la cerradura.
La Curva nace de mi familiaridad con el silencio. De mi necesidad de desestructurar los recitales flamencos, donde cante, música y danza están íntimamente ligados. Quería ver cada elemento por separado, mostrar el silencio. La Curva es también la segunda parte de La edad de oro. Allí me enfrento a un cantaor y un guitarrista. Aquí voy hacia lo femenino, con dos mujeres, una muy jonda y otra muy vanguardista. La dos juntas, es mi idea de mujer artista.
He tenido la suerte de encontrarme en una curva de mi camino artístico a Inés y Sylvie. Ellas me ayudan a poner la banda sonora al taller personal de mi baile, haciéndome bailar desde Lebrija a New York. En este viaje me acompaña mi fiel escudero del compás, “Bobote”.
Israel Galván