Marsillach subió por primera vez a un escenario en los años de la dictadura, cuando los textos eran sometidos a censura previa y los ensayos generales a funcionarios encargados de comprobar que no había más palabras que las autorizadas y que ni el modo de decirlas ni las imágenes escénicas contradecían su significado habitual. De entonces a hoy ha vivido, desde los escenarios, sin descanso, necesitado de la aprobación del público y, cuanto menos, del respeto de las administraciones, medio siglo de la historia española. Bajo la dictadura, bajo las fases de la dictablanda, en la transición y con la democracia. Desde la Cataluña vigilada a la Catalunya autonómico de nuestros días, pasando por el jubiloso "¡Ja sóc aquí!" de Tarradellas. Al frente de teatros públicos, contratado por empresarios privados o responsable de su propia compañía. Como autor, como director, como actor, o conjugando una cosa con la otra. Con gobiernos de UCD, socialistas y populares. Con posibilidad de cultivar o no una de sus grandes aportaciones al teatro español del último medio siglo: la relectura crítica y actualizada de los grandes dramas del Siglo de Oro, mostrando sus contradicciones con la imagen de una España católica, absolutista, ordenada y feliz. Cinco décadas al filo de la navaja. Jugando en terreno ajeno –el terreno de la taquilla o de la Administración– e intentando hacerlo propio, trazando los difíciles caminos entre Alfonso Sastre, José Martín Recuerda, Valle-Inclán, Peter Weiss, Arthur Miller, Jean-Paul Sartre, August Strindberg… y el gran público español. Escurriéndose siempre de cualquier encasillamiento. Apostando por una coherencia última y cediendo a veces en la línea más cercana y visible, quizá por saber –y la historia teatral española lo prueba hasta la saciedad– que el rebelde ha de dosificar prudentemente su rebeldía, ha de transmitir una cierta dosis de inseguridad, o aun de arbitrariedad, si no quiere verse arrinconado para siempre. Quizá sea un legado histórico refugio en el subconsciente social. Pero los cómicos de hoy son los herederos de los bufones de ayer, y no está bien visto que tengan otras opiniones que las meramente gremiales. Acaso pueden tenerla los autores, que, si llega el caso, pagan por ellas con la prisión, con el destierro o con la vida. Pero los cómicos son otra cosa. Lo suyo es el temperamento, la elegancia, la buena voz, el encanto y unos cuantos trucos propios del oficio. Y, por supuesto, saber sentarse y vivir por los tresillos haciendo las más excitantes confesiones. El actor y la actriz son la sonrisa última del teatro, el refugio sumiso de los espectadores, y quien no acepte esta regla estará condenado al recelo de los públicos.
Adolfo Marsillach ha conseguido, a lo largo de medio siglo, con el "ajuste dialéctico" propio de un arte que vive en medio de la sociedad, afirmar su personalidad intelectual sin bajar de los escenarios, autodirigiéndose las más de las veces o proyectando sus ideas cuando los actores eran otros. Ha sido un referente del teatro español "desde dentro" del mismo, una ruptura las más de las veces aceptada, una "posibilidad" realizada, un ejemplo de ese teatro que, en todos los países y en todas las épocas, consigue ser una "opción" frente al generalmente aceptado sin, por ello, marginarse.
Para conseguirlo, y no verse a sí mismo como un valor económico –por la presión o por el cansancio– hay que trabajar en esa cuerda floja que va del éxito a la exigencia, de la servidumbre a la independencia, de la acomodación a la defensa del compromiso, sabiendo que la mayoría no siempre tiene razón y, a su vez, que la comunicación con el público, el hacerse entender, es una de las reglas del arte dramático.
Quizá se trate de un problema que, llegado un momento de su carrera, se han planteado todos los grandes profesionales del teatro. ¿Cuáles son los márgenes para ejercer la profesión según las exigencias éticas y estéticas de los grandes maestros y, a la vez, cuáles las exigencias del marco social y cultural donde esa profesión se realiza? ¿Cuál es la libertad del profesional del teatro? Para los autores quizá sea más fácil. Porque, en definitiva, tienen la obra y es seguro que, por ejemplo, Valle-Inclán no habría cambiado sus menospreciados esperpentos por un texto triunfal de Muñoz Seca. La cosa empieza a complicarse con los directores, salvo el caso de que trabajen en un teatro público y éste no le imponga férreamente algún camino. Y ya es definitivamente tremenda en el caso de los actores, a quienes incluso se les ha dicho a menudo que tener ideas, interrogarse por la función social y artística de su trabajo era, llanamente, una falta de profesionalidad. Que su categoría era tanto mayor cuanto mayor fuera su neutralidad a la hora de contratar sus capacidades técnicas, su disponibilidad para servir, a ojos cerrados, a autores y directores.
Por eso, resultan especialmente admirables los actores como Adolfo Marsillach, a quienes deben los teatros españoles del último medio siglo muchas noches de imaginación e inteligencia, que son ya parte de la identidad de millones de espectadores.
Atravesar medio siglo de teatro y de historia española y salir indemne, como es el caso de Adolfo Marsillach, merece un reconocimiento del cual este Premio Max es una ejemplificación necesaria. Reconocimiento al que me sumo, como testigo habitual de su trabajo y, en algunos casos, compañero de esperanzas, con la alegría que nace de los actos de justicia.
José Monleón