Alfonso Sastre es iracundo y bueno. Solía serlo su generación y su ciudad (Madrid, 1926); solíamos tener una idea concreta de "buenos" y "malos" y él buscaba desesperadamente la identificación de los malos, la presencia del mal, para atacarle. A veces, con un sentido clásico de la tragedia, dejaba en libertad a sus personajes para que se revelasen en las situaciones en que se encontraban como por sí solos, sin dramaturgo/dios, y para que el público sintiese por sí mismo la supuesta catarsis. No era, sin embargo, un público catártico el de entonces. Ni teníamos una situación fluida. Una persona de ese tiempo había soportado calles con pistoleros, casas con bombardeos, tiendas vacías; la cornada del hambre y del miedo, el sueño entrecortado, el llanto en torno. Cambiaba Alfonso a veces de punto de vista, de situación, de cultura afín; lo expreso mal porque no era él quien cambiaba, sino la vida en torno, o la situación temporalmente escogida no le parecía suficiente. Se mantenían siempre, y se mantienen, la ira y la bondad. Y la punta de lanza de la ironía.
Están en su obra. Sus tragedias no son de gritos, sus personajes no abren la boca ovalada y enorme como la musa, sino que dicen palabras duras, penetrantes, a veces tenues pero seguras: acusan, destruyen, hieren. Tenía diecinueve años cuando arrancó con el grupo "Arte Nuevo", que después sería Teatro de Agitación Social, y luego el GTR, Grupo de Teatro Realista (aunque tras la R se escondía, creo yo, la palabra prohibida Revolucionario, en un sentido contrario al acuñado por el régimen): hacía obras cortas y percucientes, como Cargamento de sueños, o como Uranio 235: en ellas afirmaba, instalaba su sentido trágico, pero también explotaba y se exploraba. Fue mas allá con Escuadra hacia la muerte: una obra que tuvo cuatro representaciones hasta que fue definitivamente prohibida por la autoridad militar, que la encontraba derrotista, poco marcial. No era en absoluto marcial, ni creo que fuese antimilitarista en el sentido directo de la palabra, aunque se desprendiese de una acción trágica y aún algo existencialista: el espacio y el tiempo terrible encerrados sobre un grupo sin esperanza, cuya angustia no resuelve la sangre. No ha cesado desde entonces de representarse y, desprovista de la ganga de las situaciones concretas, tiene el mismo valor con el que en sus últimos escritos Sastre descarga su ira contra la guerra de nuestros días: la que no pretende siquiera desterrar o matar a Sadam Hussein "sino aplastar a un pueblo alegre y anhelante de vida, como si fuera una cucaracha, y apropiarse suciamente –con sangre y con mierda– de su petróleo". Me parece ahora esa frase un compendio de lo que llamaríamos "estilo" si esa palabra no tuviera una mala resonancia de prosas vacías y bellas, o una ocultación de pequeñeces burguesitas y relamidas.
Buenos y malos: el pueblo "alegre y anhelante de vida" aplastado por los sucios codiciosos que le roban. La situación de su tiempo, donde había también un pueblo destrozado cuando más esperanza tenía. Así aparece en La mordaza, donde denuncia el robo de la palabra y por lo tanto del pensamiento y de la realidad, o en Muerte en el barrio: allí la sociedad encuentra en una anécdota casi doméstica las grandes señales de la depravación o de la corrupción que la asfixia, y en un día de calor y polvo inicia la revolución diminuta por la que luego llora. El "talón de hierro" dice en ese manifiesto que propuso: es el que nos pisotea. No era nuevo: en el siguiente manifiesto, cayendo ya las bombas sobre el pueblo designado por la Bestia, decía "algo terrible, pero nada nuevo". Este es el contenido y la idea que tiene de la lucha permanente. A veces –repito– va como un cangrejo ermitaño buscando la concha desde la que seguir su camino. Con o sin acierto, quizá, desde la óptica de cada uno: pero lo que importa es el sujeto vivo, no la calcificación que le protege.
No sé cuánto teatro ha escrito: cincuenta, sesenta obras. No sé cuantos ensayos o, mejor, cuántos miles de páginas de ensayo, porque está siempre en una obra abierta para poder seguir siendo él mismo; generalmente es el teatro el pretexto de esos escritos, pero, como el teatro mismo cuando es válido y cuando es suyo, son siempre una manera de ver la vida y de alzarse contra lo que tiene de miserable. Su filosofía acerca de la imaginación que creo que no está completa aún, es también de aquí y ahora. Cuando le leo, noto que está hablando de nosotros. Aunque sea sobre los lenguajes marginales –el de los quinquis– o las afueras secarronas de la ciudad –La taberna fantástica– sé que está hablando de nosotros. Y encuentro, más en ellos que en su teatro, un valor extraordinario de Alfonso Sastre: la ironía. He buscado en la cabeza la palabra mejor y no la encuentro claramente. No es el humor, no es la comicidad: es a lo mejor lo sardónico, lo satírico, lo burlesco; el revés de una acción o una palabra, lo inesperado. Como cuando tiene que avisar: Ahola no es de leíl, en su obra infantil y cargada. Pueden sustituir en él al grito; pueden pesar en la acusación con más dureza. La misma antítesis que puede saltar en la frase "Algo terrible, pero nada nuevo", o "esta tarde, tan horrible como tantas otras": y la frase de hombre bueno, "Nosotros, hoy como ayer, escritores, artistas, intelectuales, desde nuestra terrible impotencia, sólo podemos seguir clamando por la paz, que es lo mismo que clamar por la justicia frente a las imposiciones de los poderosos". Sí, seguimos aquí mismo y ahora mismo.
(Y los recuerdos: la mesa de los suyos en el café de Gijón, conspiradores de teatro; su hijo Juan, que casi nació en mi coche cuando buscábamos de madrugada la maternidad en París; la casa de Fuenterrabía donde las paredes son libros; los cafés donde escribía, a veces tabernas, chiscones, tascas; mis críticas que no le gustaron; la casa del barrio de la Concepción y sus largas noches…).
Eduardo Haro Tecglen