Antonio Buero Vallejo
Jordi Socias

Antonio Buero Vallejo Ganador del premio a Premio MAX de Honor de la II edición 1999

"Cuando salí de la cárcel quise recuperar el tiempo perdido en lo pictórico, pero me di cuenta de que se había producido una descompensación en cierto modo irremediable; que la mano no había trabajado lo que tenía que trabajar y comprendí que la pintura no sería mi camino"*.

Son palabras de un joven alumno de la Escuela de Bellas Artes de Madrid, militante del Partido Comunista, al que la guerra civil arrebataba un destino encaminado felizmente hacia las artes plásticas. Aquel estudiante, que en la prisión del Conde de Toreno coincide con el poeta Miguel Hernández, admirador de Goya y de Velázquez, de Rembrandt y Brueghel, de Vermeer y Turner, de Sorolla y Zuloaga, que aprecia la figuración y la buena técnica representativa, habría de buscar en la literatura dramática su forma expresiva. La página en blanco sustituyó al lienzo y las acotaciones a los colores. Ya entonces sentía una gran afición por el teatro, había vivido los estrenos madrileños de Lorca y disfrutado de la lectura de Ibsen, Chejov, Wilde o Shaw. Ese artista es Antonio Buero Vallejo.

Hoy, tras más de cinco décadas de constante y precisa dedicación al teatro desde aquella primera obra que esbozó en la cárcel, En la ardiente oscuridad, hasta la más reciente, dedicada a la guerra civil, Buero nos ha regalado treinta retratos de la vida y el mundo. Treinta obras, entre originales y adaptaciones de textos de Ibsen (El pato salvaje), Shakespeare (Hamlet) y Brecht (Madre coraje), que muestran nuestras debilidades y grandezas. Universales, sí –ahí queda la traducción y edición de sus creaciones a más de una quincena de lenguas y su representación en numerosos países–, pero especialmente nuestras. Porque en las páginas de Historia de una escalera, El tragaluz, Un soñador para un pueblo, El concierto de San Ovidio, La fundación, El sueño de la razón y tantas otras, reconocemos experiencias y prototipos profundamente españoles y contemporáneos. En ellas se vislumbran los trazos nacidos de la experiencia y la memoria histórica.

Trazos delicados, precisos, de una fortaleza que nos impresiona. Trazos que nos transportan a los ojos heridos de Ignacio, rebelde con esa ceguera que le rodea; a la sordera abrasadora de Francisco de Goya, en un universo en el que la razón recrea monstruos; a la alucinación transitoria de una fundación, que ante nosotros va desgajándose hasta mostrar su condición real y lacerante. Buero nos presenta a esos individuos a los que la vida dio la oportunidad de rebelarse a la mediocridad, a la resignación y al miedo. Como tantos españoles que no desistieron en el empeño de luchar por una España posible, desahuciada por una España real.

Buero Vallejo ha dibujado un paisaje en el que lo real, la metáfora y la poesía constituyen imágenes precisas y deslumbrantes de un tiempo y un dolor. El dolor del hombre de este final de milenio ante la vivencia trágica. Es la tragedia del hombre que se enfrenta a la búsqueda de la verdad, a la libertad, a la plenitud no alcanzada. Tragedia del hombre que quiere la luz y está rodeado de tinieblas; que sabe que el mundo está lleno de cárceles y atardeceres, de desengaños y mentiras. Pero de un hombre con esperanza, iluminado por un haz que mana de un pequeño tragaluz. Y esa luz no falta nunca.

Esa luz acompañó a los espectadores del Teatro Español de Madrid, deslumbrados en 1947 con el estreno de Historia de una escalera, la obra ganadora del Premio Lope de Vega y nos acompaña esta noche en la gala de concesión de los Premios Max. Es la luz de todos lo que creen que el viaje a través del dolor y de la vida merece la pena si no se dan por vencidos. Buero creyó que el camino de la pintura podía habitar en la esperanza del teatro. Y esa esperanza marcó de un modo decisivo la historia del teatro español.

Itziar Pascual

* Véase Buero por Buero, de Francisco Torres Monreal. Asociación de Autores de Teatro. Colección Damos la palabra. Madrid, 1993.