Al teatro siempre le ha sobrevolado la idea de hacer remover las conciencias de los espectadores. La pareja barcelonesa conformada por los jóvenes narradores Nao Albet y Marcel Borràs prefiere sacudirlas con meditada violencia. De lado a lado, frenéticamente. Por eso resuenan con estruendo los tiros de fogueo del atraco que se está perpetrando simultáneamente en la realidad escénica y en la ficción. Ambos planos colisionan en el mismo espacio en las obras de ambos creadores, como ya demostraron en Mammón. Y sin embargo en esta podríamos entrever una ambición mayor, o más amplia, más universal: hablar sobre la calidad humana, sobre el precio de la ambición y el egoísmo y la avaricia. En Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach al final de lo que se está hablando es de discurso estético, de la materialización del arte, en fin, de teoría teatral. De romper las tradiciones escénicas y reconstruirlas desde un lenguaje poliédrico que bebe tanto de la tradición misma como del mundo audiovisual, del cine y la televisión, pero también de los videojuegos y las redes sociales. Con ese cóctel y una buena dosis de irreverencia levantan un show (porque es lo que es, más allá de la obra al uso) que se desdobla frenéticamente en distintos planos y en distintos géneros, de la comedia al thriller de acción, de lo musical a lo declamatorio, de lo clásico a lo contemporáneo. Es en ese universo, siempre cambiante y ecléctico, que orbita en torno a la ambivalencia de lo viejo y lo nuevo donde la pareja se sale del molde y conforma una identidad rabiosamente original.
De todo ello va Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach, escondiéndose con no-tanta-sutileza en la historia de dos chavales, los Nao Albet y Marcel Borràs de la ficción, que crecen en un prostíbulo compartiendo pajas y aspiraciones teatrales y que finalmente reciben el encargo de una famosa productora para realizar una obra con un atraco como punto de partida, lo que supondría su debut “en la ciudad”. Desde ese pretexto reflexionan en vivo y en directo sobre lo comercial y lo alternativo, sobre las exigencias y tópicos de un género, sobre las motivaciones de los personajes y sobre cómo son expuestos, ridiculizados, humillados, desnudados por los autores en favor del espectáculo. Pero lo más interesante de todo, se chocan contra una cuarta pared que al mismo tiempo se esfuerzan por reventar para hablar de lo que es creíble y no, de la verosimilitud y la verdad escénica.
Es entonces cuando irrumpe el personaje de una magistral Irene Escolar, María Kapranov, una caricatura de la artista real Marina Abramovich que en la ficción de los enfants terribles del teatro nacional ejerce de performer e impulsa a los amigos a interpretar de forma realista la obra que han concebido para el teatro de la capital: a llevar el atraco a cabo de verdad. A un ritmo frenético, se suceden los acontecimientos de una historia de las de antes, tradicional, con su planteamiento-nudo-desenlace pero contada en un teatro como nunca, o como muy pocas veces. Intercalando la visión de los creadores con la historia en sí y con la realidad ficticia que estos viven, haciéndolo coincidir todo en un mismo plano y sucediéndose a la vez tres, cuatro y hasta cinco escenas. Jugando con la música, una playlist sensacional que también refleja esa tensión armoniosa entre lo clásico y lo moderno (y que incluye una reivindicación protagonista del gran RP Boo, pionero del footwork); con los subtítulos que le ponen a María, a Irene, que se luce con acento ruso e inglés soviético; con los planos, como en el cine, y con el propio discurso, retorcido y simbólico a veces y directo otras.
Tomarse las cosas demasiado en serio puede acabar, de forma totalmente natural, en este surrealismo relativista que se asienta en que no hay una respuesta adecuada para casi ninguna pregunta de la vida. No va a ser menos el arte. No va a ser menos el teatro.