José Sacristán, Premio Nacional de Cinematografía 2021

José Sacristán, Premio Nacional de Cinematografía 2021

El actor chinchonense recibe el galardón por una trayectoria descomunal que incluye más de cien películas, además de series de televisión y obras de teatro

El campesino que quiso ser como Tyrone Power finalmente lo consiguió, lo trascendió. Porque José Sacristán no vio truncada su carrera (y su vida) de forma prematura, sino que vio como la madurez le acompañaba siempre de la mano, caminando sin prisa pero sin pausa por una trayectoria a día de hoy prácticamente inabarcable que recorre no solo la historia de nuestra cinematografía, también en parte la de nuestras tablas. Y vio cómo, antes de alcanzarla, sus sueños de grandeza iban cogiendo forma mientras él definía lo que la ficción consideraba el “español medio”. El hombre de a pie, con sus cuitas amorosas, sus preocupaciones laborales y económicas, sus dicotomías morales y políticas y sus propias contradicciones. Un espacio difícil, tibio, que nunca le dio miedo explorar y explotar.

Y es que Sacristán confió siempre en sus propias dotes y en su trabajo constante desde la admiración por el medio, una que adquirió desde muy pequeño en el Teatro Lope de Vega de su Chinchón natal, haciendo suya de algún modo una de las grandes historias contadas por el cine: la del Cinema Paradiso. Confiesa que se comía la comida de atrezzo de sus primeras representaciones teatrales porque el sueldo de 80 pesetas que recibía de la compañía Teatro Popular Español le daba únicamente para pagar el alquiler de la pensión en la que vivía con su mujer, hasta que le llegó algo de reconocimiento con la obra Julio César. Entonces se convirtió en una apuesta personal del productor Pedro Masó, que le ofreció su primer papel en el cine con la película La familia y uno más, de Fernando Palacios, además de firmarle un contrato para cuatro películas más. Gracias a esto consiguió integrarse dentro del conocido grupo de actores del “landismo”, con el propio Alfredo Landa, Paco Martínez Soria o José Luis López Vázquez, poniendo cara a ese nuevo cine atrevido del tardofranquismo que poco a poco y según las libertades iban ampliándose empezaba a adquirir una pátina crítica, social. Desde las primeras películas de Pedro Lazaga (La ciudad no es para mí en el 66, Sor Citroën y ¿Qué hacemos con los hijos? en el 67 o el éxito Vente a Alemania, Pepe de 1971) hasta Sex o no sex, de Julio Diamante, su primer papel protagonista de la mano de Carmen Sevilla, pasando por Don Erre que Erre de José Luis Sáenz de Heredia, La tonta del bote de Juan de Orduña, Pierna creciente, falda menguante de Javier Aguirre, Cómo casarse en siete días de Fernando Fernán Gómez, Españolas en París de Roberto Bodegas, La graduada de Mariano Ozores o Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe de Antonio Drove, José Sacristán se fue haciendo un hueco en el corazón de los españoles gracias a papeles humildes, amables, tragicómicos y corrientes que, como él mismo reconoce, le dieron de comer durante mucho tiempo y le permitieron dejar su trabajo como comercial del Círculo de Lectores. Pero que nunca consiguieron oscurecer su lado dramático, ese que comenzó a brillar con luz propia, en primer lugar, gracias a la generalización de un nuevo canon para el protagonista masculino en el cine estadounidense (representado por El graduado, con Richard Dreyfus y Dustin Hoffman), pero en segundo gracias a una de esas películas que sorprendieron a propios y extraños en los años de la Transición: Asignatura pendiente, de José Luis Garci. Una cinta sobre las presiones morales, sobre la represión de los propios deseos y sobre la frustración que encarna el sentimiento de toda una época, los años en los que se empieza a vislumbrar aquel movimiento cinematográfico conocido como la “Tercera vía”. Tras Asignatura pendiente, Sacristán comenzó a trabajar con otro de los grandes directores críticos de la Transición, el personalísimo Gonzalo Suárez, en una película turbia y oscura sobre la violencia que genera la represión como es Parranda, lo que le abrió definitivamente a un nuevo universo de papeles que marcaban, de nuevo, el ánimo general de una sociedad entre dos tierras políticas, entre el terror y la esperanza, entre el legado y la transformación. Llegarían entonces papeles como el de Un hombre llamado Flor de Otoño (travestido como una cupletista), película de 1978 de Pedro Olea; como el de El Diputado (un político homosexual del Partido Comunista en plena crisis matrimonial con su mujer), de Eloy de la Iglesia. Como el de la Operación Ogro de Gillo Pontecorvo o como el de ¡Que vienen los socialistas!, atrevida comedia política de Mariano Ozores. Como el de La Colmena de Mario Camus, su primera obra maestra sin discusiones.

En los 80 y ya con éxitos regulares comenzó su andadura detrás de las cámaras con las películas Soldados de plomo y Cara de acelga (en las que contó con su gran amigo y colaborador Fernando Fernán Gómez), pero además retomó su carrera de éxitos teatrales con su papel de Josef K. en la adaptación teatral de El Proceso de Kafka, obra con la que se inauguró el Centro Dramático Nacional en 1982, o Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?, comedia musical de Adolfo Marsillach que protagonizó junto a Concha Velasco y que años más tarde, en 1992, adaptaría en su versión cinematográfica. Todo ello mientras seguía ofreciendo papeles legendarios en películas como Epílogo de Gonzalo Suárez, La Vaquilla de Luis García Berlanga (con quien volvió a trabajar en Todos a la cárcel), El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez, Un lugar en el mundo de Adolfo Aristarain (más tarde Roma) o El pájaro de la felicidad de Pilar Miró (trabajar con ella, lo que es la vida y la política, le valió la enemistad de algunos círculos socialistas relacionados con la corriente guerrista). Finales de los 90 y principios de los 2000 le vieron volver a las tablas dispuesto a investigar, gracias a su gran voz, su faceta como actor de musicales (El hombre de la Mancha, Amadeus, My fair lady, Danza Macabra), y los últimos años le han visto no desfallecer, mantener el interés y la frescura y acercarse a toda una generación de directores noveles para una espléndida madurez que, cuenta su amigo el director Gonzalo Suárez, tiene mucho que ver con su mirada, sincera e inocente. Él mismo responde: “No quiero perder nunca de vista al crío que yo fui”. Y eso en parte es lo que mantiene su inocencia, pero también lo que le ha llevado a incursionar en la televisión (Velvet, Alta mar) y a trabajar casi a ciegas con los cineastas David Trueba (Madrid, 1987), Javier Rebollo (El muerto y ser feliz), Carlos Vermut (Magical Girl), Nacho G. Velilla (Perdiendo el norte), José Skaf (Vulcania), Pol Rodríguez (Quatretondeta), Kike Maíllo (Toro), Miguel del Arco (Las furias) o Pau Durà (Formentera Lady). Películas intimistas, óperas primas con poco presupuesto y grandes personajes y guiones en las que reclama el protagonismo tanto como pasa sabiamente desapercibido en entornos corales y que, además, le han servido para recibir los reconocimientos que no había recibido hasta entonces. El Forqué 2012 por Madrid, 1987, el Feroz de 2015 por la demoledora Magical Girl o el Goya en 2012, que le llegó por su papel en El muerto y ser feliz.

Los álbumes de cromos que coleccionaba de pequeño y entre los que consiguió aparecer desde mediados de los 70 ya se le quedan cortos; habría que inventarle uno solo para él, para marcar sus hitos y para enaltecer sus enormes virtudes, profesionales y humanas. Estudioso y comprometido con el medio, “a medias Stanislavski, a medias Niña de los Peines” por su capacidad de aunar razón y emoción, siempre ha sido un hombre comprometido con el bienestar social, con el bien común, seguramente inspirado por las visitas a su padre en la cárcel, donde había acabado (por suerte) tras la guerra por militar en el Partido Comunista. Amigo de sus amigos, los más grandes de nuestra cultura audiovisual y dramática, siempre ha hecho de la colaboración virtud y es un especialista en hacer brillar a sus acompañantes escénicos. También en darle vida a sus textos: Eduardo Mendoza, Miguel Delibes, que le dio la oportunidad de uno de sus primeros grandes papeles dramáticos con el Pacífico Pérez de La guerra de nuestros antepasados y a quien le dedica su despedida de los escenarios con la durísima Señora de rojo sobre fondo gris, obra en la que Delibes se enfrenta al duelo por la pérdida de su mujer. Fernando Fernán Gómez, que siempre contó con él y cuyas memorias, El tiempo amarillo, lleva varios años adaptando como monólogo teatral con la esperanza de verlas representadas algún día. Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre su fotografía, sobre la imagen de un de un hombre que ha sido muchos. Y algún día se le dedicarán los homenajes que él ha realizado constantemente sobre sus compañeros de profesión, sobre sus mentores, sobre sus amigos. Pero de momento solo queda seguir regodeándonos con una de nuestras figuras más mastodónticas y representativas. Una leyenda de nuestros escenarios. Enhorabuena, Pepe.