Ayer los mundo del cine, del teatro, de la televisión se quedaban mudos. Realmente toda España enmudecía según iban conociéndose los detalles sobre el fallecimiento de Verónica Forqué. La actriz madrileña, socia dramática de la Sociedad General de Autores y Editores de España, se había ganado el favor de prácticamente todos con sus papeles, míticos, pero también con su personalidad arrolladora, con su eterna sonrisa y con un activismo firme y consistente aunque silencioso. Toca reflexionar ahora a cada cual cómo de hirientes y malintencionadas pueden resultar las críticas hacia una persona pública de la que solo conocemos una apariencia: la polémica con el comportamiento y el posterior abandono por agotamiento del reality show de TVE Masterchef por parte de Verónica sobrevolará siempre sus últimos días, el trágico clímax de una depresión que arrastraba desde el fallecimiento de su hermano, el director Álvaro Forqué, en 2014, en el momento en el que también se divorciaba de Manuel Iborra tras más de treinta años de matrimonio. Pese a todo, Forqué siempre se refugió en su familia y en su profesión, y lejos de retirarse de los focos, nos dejó sus papeles en películas ligeras como Tenemos que hablar o Salir del ropero, a su vez último papel de su gran amiga Rosa María Sardá. Por encima de aquello, Verónica empezó a aparecer más en televisión, cómo no dejando su sello en La que se avecina, pero fundamentalmente volvió a mirar hacia el teatro como forma de vida dirigiendo de nuevo su propia obra, la reivindicativa Españolas, Franco ha muerto, y ofreciéndonos emotivas y potentes interpretaciones como la de La respiración de Alfredo Sanzol, la de El último rinoceronte blanco (versión libre de El pequeño Eyolf de Ibsen) o la de Las cosas que sé que son verdad, que le valió su último gran galardón, el Premio Max de las Artes Escénicas a Mejor Actriz, en la edición de 2020.
Antes de todo aquello, Verónica Forqué ya era una de las grandes. Un icono de nuestra cultura audiovisual y escénica. Hija del director y productor José María Forqué y de la escritora Carmen Vázquez-Vigo, estudio arte dramático y abandonó la carrera de psicología para acabar probando suerte en el séptimo arte de la mano de su padre con Una pareja... distinta. Era 1974 y suponía su verdadero debut tras una primera aparición en Mi querida señorita de Jaime Armiñán un par de años antes. Después de eso se vería trabajando simultáneamente en la televisión (en series como Novela o varias ocasiones en el Estudio 1 de TVE), en el teatro (Divinas palabras) y en películas de su padre, pero también de Antonio Mercero (La guerra de papá) o de Carlos Saura (Los ojos vendados), llegando incluso a coprotagonizar el insólito reparto de doblaje al castellano de El resplandor de Kubrick no sin polémica. La serie de su padre Ramón y Cajal, estrenada en 1982 con sorprendente éxito de audiencia, puso a Verónica más en el foco, y en 1983 resultó nominada en los Premios Fotogramas de Plata por su papel en la serie El jardín de Venus, signos de lo que estaba por venir: en 1984 se estrenó ¿Qué he hecho yo para merecer esto? de Pedro Almodóvar y el nombre de Verónica quedaba para siempre grabado en la historia de nuestra cinematografía.
Los siguientes años marcan la etapa dorada de su carrera. Además de conseguir su primer Fotogramas de Plata por su papel de Loli en Platos rotos en 1985 y sus primeras nominaciones teatrales por Bajarse al moro (personaje y obra que terminarían siendo históricas y marcando los últimos 80 de Verónica, pero también toda su vida), volvió a colaborar con Almodóvar en Matador (1986) y trabajó con Fernando Trueba (Se infiel y no mires con quién en 1985 y El año de las luces en 1986, que le valió su primer Goya a la Mejor actriz de reparto), Luis García Berlanga (Moros y cristianos en 1987) y Fernando Colomo, que llevó al cine Bajarse al moro en 1989. Antes la había dirigido en La vida alegre, papel con el que Verónica logró otro Goya, esta vez sí a la Mejor actriz protagonista, en la misma edición en que, por su papel en Moros y cristianos, obtendría también el Goya a Mejor actriz de reparto; ninguna otra actriz había vuelto a lograr este doblete hasta que lo logró Emma Suárez en 2017.
En los 90 empieza a colaborar con el director Manuel Gómez Pereira y refuerza su carácter cómico con películas como Salsa rosa (1991) o ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? (1993), comienza a trabajar a las órdenes de su marido, Manuel Iborra (Orquesta Club Virginia), realiza su primer trabajo con Fernando Fernán Gómez (Siete mil días juntos) y se embarca en sus proyectos televisivos más duraderos, Eva y Adán, agencia matrimonial y Pepa y Pepe, por las que obtiene en dos ocasiones el TP de Oro a la Mejor actriz entre otros premios de televisión. En 1994 gana su cuarto Goya, segundo protagonista, por su inmortal papel en Kika, de nuevo dirigida por Pedro Almodóvar.
La década de los 2000, pese a que arranca con la Biznaga de Plata a la Mejor actriz del Festival de Málaga (que también la reconoció con el Premio Málaga en 2005) por Sin vergüenza de Joaquín Oristrell en 2001, ve a una Verónica más centrada en su familia y en el teatro, dirigiendo sus primeras obras (La tentación vive arriba en el 2000 y Adulterios en 2008, versión madrileña del Central Park West de Woody Allen) y haciéndose fuerte con el papel de Carmela en ¡Ay, Carmela!, que ya había encarnado en los 80 pero que volvió a llevar al teatro y también trasladó a la televisión. El Festival Internacional de Cine de Valladolid la reconoció con la Espiga de Honor en 2014 y los Premios Feroz le otorgaron el Feroz de Honor a toda una carrera en 2018, y desde los Premios Max se reconoció su trabajo en Las cosas que sé que son verdad en 2020 como una culminación a toda su extensa obra teatral; el único premio que le quedó sin conquistar fue, irónicamente, el Forqué que se organiza en memoria de su padre.
Descansa en paz, Verónica, en la misma paz que transmitías y bajo el brillo de una sonrisa como la tuya.