Las puertas del teatro, la sala Max Aub de las Naves del Español en el Matadero de Madrid, se abren y el público comienza, entre barullos, a ocupar sus asientos. Le recibe el elenco de La voluntad de creer, en pleno warm-up, desde un escenario sin tablas, a ras de suelo, y de un blanco sepulcral. Se dirigen a él, interactúan con él, mientras sueltan frases inconexas que después, durante la siguiente hora y media, se irán revelando como parte de la función. La primera en la frente: una reflexión sobre la naturaleza del conocimiento que asegura que, en fragmentos, sin la pintura completa, difícilmente podemos saber algo con certeza –si es que algo como tal existe–. O en otras palabras más seriéfilas: un spoiler no es un spoiler si no entiendes que te están “spoileando”.
La idea de saber, de creer, de conocer y de suponer, de verosimilitud también, va a sobrevolar la obra en todo momento. De hecho el fin en sí mismo jamás puede ser desvelar el final de una historia cuando esta está basada en una película –Ordet, clásico de los 50 dirigido por el danés Carl Theodor Dreyer– que a su vez está basada en la obra teatral homónima de Kaj Munk –subtitulada “La palabra”, por cierto; nada es casual–. ¿Y para qué estamos aquí? Los personajes, en concreto, Juan, que ha perdido el juicio leyendo a Kierkegaard –o en un accidente, porque no queda del todo claro donde está el límite de las certezas en esta obra, como tampoco el existente entre la realidad y la ficción–, le recuerdan todo el rato al público que debe reflexionar por qué cada cual va al teatro, e incluso le invitan a irse si no está disfrutando durante una especie de entreacto bizarro que sirve para recalcar, por si no había quedado claro, esa dilución entre lo real y lo ficticio, entre lo visible y lo imaginado.
Al final, sobre lo que Pablo Messiez quiere reflexionar es la creencia en sí misma como generadora de significado. Una idea muy lingüística que entronca con la idea del pacto narrativo y con la teoría cuántica del lenguaje y que demuestra que, en el fondo, La voluntad de creer es más un ejercicio del teatro por el teatro en el que el fin es la naturaleza misma de la representación que el desenlace de la obra teatral. Sí, tiene argumento –una especie de cena de los horrores en el seno de una familia vasca con el hermano loco, una hermana poeta, otra tullida y amargada y una tercera lesbiana y oveja negra, casada con una mujer argentina con la que va a tener un bebé, que termina con la muerte de argentina y bebé y la resurrección de la primera–, pero en ningún momento está tratando de esto. Tampoco queda nunca muy claro qué año es, por ejemplo, pues la propia escenografía –a cargo de un efectivo pero no efectista Max Glaenzel– está como suspendida en el espacio y el tiempo, y el médico juega siempre la trampa del anacronismo.
De lo que habla todo el rato Messiez es de cómo las personas pueden juntarse, con la voluntad de creer, para crear algo que les apasiona, y de hecho incluye hasta una soflema motivacional antes de escenificar la resurrección. De cómo eso puede ser el teatro y de cómo lo que lo mueve es el acto mismo de escenificación, la idea de que es un ente vivo y en constante movimiento que puede cambiar, no solo de representación a representación, sino durante su propio curso.
El escenario se va construyendo según avanza la obra, de hecho, y en su anverso se termina dando forma también, sin querer queriendo, a las bambalinas. La propia función le grita al espectador que se olvide de que está en el teatro y que se atreva, desde ahí, desde la tabula rasa, a ver una obra de teatro. Por eso se muestra siempre desnuda, en el esqueleto, como en pleno trabajo de laboratorio mecida por los sutiles pero significativos cambios de luz de Carlos Marquerie. Ni un mueble para una casa que cada uno imagina a su manera, ni un tocadiscos para la música de María Elena Walsh, Leda Valladares y Silvia Pérez Cruz, que resuena tras caer el vinilo, sonoramente, a ese suelo clínicamente blanco. Es la fe, obviamente no entendida de una manera religiosa –aunque pueda parecerlo por aquello de la muerte, la resurrección, Jesucristo y los milagros–, la que termina de completar una obra que cada cual experimenta a su manera, y en la que cada uno encontrará fallas, agujeros o rincones en los que mecerse cómodamente. Y eso es valiente porque, así, Messiez renuncia a todo tipo de control y se lo entrega no al público sino a la motricidad creativa del acto teatral.