MAUTHAUSEN es el lugar. Doscientos mil prisioneros de todas las nacionalidades de Europa. Más de la mitad murieron. Hubo 7.000 españoles. Murieron en torno a 5.000.
Esta es la historia de unas fotografías. Esas imágenes delatan el horror. Esta es la historia de los deportados españoles que hicieron que esas fotografías delataran el horror y a sus culpables.
Y también música, por favor. Esas bandas de músicas, esas orquestinas que precedían al que iba a ser ahorcado o fusilado. Aquellos trompetistas, aquellos violinistas, aquel sonido regocijante y feliz del acordeón. Música a todas horas: para recibir a los que acaban de bajarse del tren de ganado y para despedir a los que se iban, sin saberlo, directos a la cámara de gas.
En la Navidad de 1942 los españoles consiguieron, por primera y única vez en la historia de los campos, autorización para representar teatro. Sabían que, para sobrevivir, no tenían más arma que su moral y su sentido del humor. No escogieron un gran texto áureo, ni una tragedia universal, no. Los deportados españoles del campo de Mauthausen representaron una revista musical repleta de suripantas, vicetiples y pelucas rubias fabricadas con virutas de madera.
La historia de las fotografías. El teatro y la música. Siete actores y tres músicos. Hay un realismo seco y conciso para contar cómo se pudieron sacar esas fotografías del campo, una intriga, un argumento plagado de inquietud, de miedo, de rivalidad, de heroísmo. Y hay un expresionismo salvaje, casi delirante en esa revista musical cuyo destinatario último es el espectador de nuestros días, obligado a enfrentarse a todo el horror sin nombre de los campos de concentración.