Una mujer a caballo, perseguida por una jauría de perros. Un tiempo, el que transcurre entre el alba y la noche. Un lugar, el bosque imaginado, trasunto de todos los bosques, donde la naturaleza revienta y se impone la lucha por la supervivencia.
En Bosque Ardora, la última y más teatral de todas sus piezas, una coproducción internacional en la que ha trabajado durante más de dos años, Rocío Molina se rodea de seis músicos y dos bailaores, todos varones. Ella es al tiempo amazona cazadora y animal acechado. Persigue, huye, se rinde, vence. Con un baile flamenco que se abraza a lo inesperado, se asoma al borde de la conmoción para encarnar la belleza y su reverso inevitable: la tragedia. La destrucción como final, pero también como principio.
En escena estalla una batalla. Trombones, cante, poemas, proyecciones, un expresionismo que roza el butoh, un acercamiento transgresor al juego perverso de la seducción y la guerra. Con distanciamiento irónico, Bosque Ardora reconstruye, en una vuelta de tuerca impactante y conmovedora, un territorio onírico que se nutre de lo cotidiano para mostrar lo que brilla y se mece bajo la superficie.