La propia elocución del titular de este artículo encierra una trampa. La de aislar, de algún modo, la creación LGTBIQA+ como un género en sí mismo, rubricando esa idea de rara avis, marginada y aislada, que genera y configura sus propios espacios alejados de lo “normal”, o mejor dicho de lo normativo. Lo dice Foucalt, que pensaba que el colectivo homosexual había de trascender la afirmación identitaria para pasar a configurar una “verdadera fuerza creativa”, y lo defiende Antonio Castro en su monumental estudio de 2017 Homosexualidad y Teatro en España, un repaso por más de 300 montajes que giran en torno a esta temática: la presencia de la homosexualidad siempre es central, excepcional; “necesitamos que se vea como un elemento más de cualquier dramaturgia”. El primer paso de toda lucha es la visibilización, en este caso de un colectivo que engloba lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales, asexuales y queers, pero el paso definitivo debería ser la normalización. Que la orientación sexual y afectiva deje de ser central y definitoria para el tema de una obra o para constituirse como género en sí misma y que pase a ser una circunstancia más en una temática mayor. El amor, la guerra, la lucha de poderes, la propia creación artística, la economía o la política (o cualquier tema sobre el que verse una obra) son independientes de quién les de vida y de sus orientaciones o condiciones ante la efectividad o las relaciones personales.
Pero la sociedad es lenta, a veces demasiado, y los cambios sociales tardan demasiado en permeabilizarse. Marlowe, Shakespeare, Lope de Vega o Tirso de Molina, en el Siglo de Oro, ya introducían personajes homosexuales en algunas de sus obras (Eduardo II, La discreta enamorada, Don Gil de las calzas verdes), aunque fuera de un modo sutilmente cómico o como parte de enredos mayores que siempre involucran tentaciones y terceros, y estaba bastante extendida la narrativa del transformismo (aunque fuera por la prohibición de actuar para las mujeres, pues también calaba en las obras y en los argumentos). Y, sin embargo, no se puede hablar de verdaderos ejemplos de homosexualidad sobre las tablas, al menos en nuestro país, hasta los años 90. Siempre se tapó la “condición” como una desviación contra natura, y así lo reflejan Jacinto Benavente y Edouard Bourdet en sendos textos primigenios: De muy buena familia y La prisionera. Ambos autores fueron encumbrados por el público burgués de principios del siglo XX, circunstancia que les permitió libertad suficiente para tratar el amor homosexual, pero queda en sus obras una sensación de desviación y reprobación moral. Otra película es Lorca, que dejó una potentísima trilogía sobre la toxicidad del amor heterosexual pero nunca vio estrenarse sus obras más explícitamente homosexuales, coronadas por la misteriosa, críptica e inconclusa El público.
Durante el Franquismo penetraron pocos textos internacionales que bandearon como pudieron la censura, en la mayoría de los casos debido al azar, a pequeños arreglos superficiales (como la supresión de ciertas escenas más explícitas o la de insultos y palabras malsonantes) o a la asociación con sonadas versiones cinematográficas: obras de Peter Shaffer, de Tennessee Williams, de Robert Anderson o de Shelagh Delaney. Fue con una obra de Mart Crowley, estrenada en España como Los chicos de la banda poco antes de la muerte de Franco, con la que podemos ver por vez primera una representación de temática eminentemente homosexual (eso sí, interpretada en su totalidad por actores heterosexuales). Abrió camino y permitió el estreno de Entertaining Mr. Sloane en varias versiones minoritarias o de Lo que vio el mayordomo, ambas de Joe Orton, pero sobre todo de toda la corriente off-Broadway que ya empezaba a coger fuerza en el teatro neoyorquino: Posdata: tu gato ha muerto, Bent, El despertar de la primavera (en versión de Josep Maria Flotats, que también estrenó Una jornada particular, obra de Ettore Scola que más tarde adaptó Rodolf Sirera)… Lluís Pasqual marcó otro hito en su versión del Eduardo II de Marlow, uno de los mitos de la literatura homosexual, y Fernando Guillén logró estrenar Eclipse Total. En el 81 Tomás Gayo introdujo en nuestra dramaturgia uno de los primeros personajes bisexuales, en la primera adaptación de la obra de Christopher Durang Beyond Therapy. Mientras tanto, los años de la Transición sirvieron para que los dramaturgos españoles comenzaran a investigar directamente la temática homosexual, destacando Antonio Gala (La vieja señorita del paraíso, Samarkanda), Francisco Ors (Contradanza y El día de Gloria), Rafael Mendizábal (¡Feliz cumpleaños, señor Ministro!, Madre amantísima), Víctor Fernández Antuña (Lady Mariposa, que versa sobre el matrimonio entre un homosexual y un transexual) o Juan José Alonso Millán (Capullito de alhelí). A partir de entonces lo LGTBIQA+ ha sido más o menos una constante en nuestra escenografía, primero desde el punto de la comedia, más tarde del drama intenso y pasando por el drama carcelario, incluso histórico, y por propuestas más personales.
Lo interesante, una vez está normalizado de algún modo el colectivo, es aportar puntos de vista diferentes: el familiar, como en El pequeño poni de Pablo Bezerra o en la saga Los Gondra de Borja Ortiz de Gondra; el personal, que marca la obra en general de Alberto Conejero pero se concreta especialmente en Cliff; la violencia contra el colectivo (La isla del hombre lagarto de Marino Muñoz) o el SIDA (Una visita inoportuna, de Copi en versión de Flotats, ¡Grita! de José Luis Raymond, Testamento de Josep Maria Benet i Jornet, Madrugada de cobardes de José Cabanach). Y según ha ido avanzando el tiempo se han potenciado estos discursos y estas miradas alternativas gracias a autores como Manu Berástegui (Pajas o la mano amiga, Opus gay, Tíosvivos), Juana Escabias (Islas, Interiores), Paco Rodríguez (El hombre del cuarto oscuro, Una vida perfecta), Jesús Amate (Mi novio es gay), Guillem Clua (Smiley) o Alejandro Melero (ClimaX, Atrapados, Éxtasis). Incluso muchos autores han partido de historias reales para ofrecer una visión más personalista: Paco Gámez con El suelo que sostiene a Hande, que visibiliza la violencia contra el colectivo trans; Marcos Gisbert con La armonía de las esferas, que cuenta la historia del jazzista estadounidense Billy Tipton (en realidad una mujer); o Francisco Javier Suárez Lema con Siveria, basada en la historia de la activista rusa Yelena Klimova. En esta línea se sitúa también la compañía Createatro con montajes como La ley del deseo o La memoria de los cuerpos, que además presenta una intención educativa en su teatro, un poco a la manera del circo francés Equality, con residencia en Sitges. Con ideas parecidas pero buscando educar desde la distopía encontramos una obra como Eloy y el mañana, de Íñigo Guardamino, que le valió al autor vasco su segundo Premio Leopoldo Alas Mínguez tras conquistarlo en 2012 con El año en que mi corazón se rompió.
La celebración del Orgullo LGTBIQA+, la irrupción de las salas alternativas e independientes y, sobre todo, los cambios sociales y legales en España (con el reconocimiento del matrimonio homosexual en 2005 como punta de lanza), han resultado fundamentales para entender las nuevas motivaciones de este teatro, que van más hacia lo personal y no se fijan tanto en la visibilización. Se han generado certámenes, premios y festivales especializados como el Premio LAM de la Fundación SGAE o el Certamen de Literatura LGTBIQ+ de Luhu Editorial, el festival Visible o el FOC Cultura con Orgullo, que acaba de finalizar su quinta edición reconociendo a las obras Dados, La Suerte, Negra sombra y Transmutación. Y se ha incidido en la poca representación que a lo largo de la historia ha tenido el colectivo lésbico: antes de los 2000 tan solo podemos contar un puñado de ejemplos representativos con obras como La calumnia de Lillian Hellman, Las amargas lágrimas de Petra von Kant de Fassbinder, La noche de las tríbadas de Per Olov Enquist o la muy importante para nuestra escena Mujeres frente al espejo de Eduardo Galán. Hoy podemos destacar varias dramaturgas y dramaturgos que han puesto el foco en lo femenino, como Carmen Losa (cuya Levante acaba de representarse en el Teatro Español tras recibir el Premio LAM en nada menos que 2009), Fernando J. López (con El sexo que sucede o Los amores diversos), Vanesa Palomo (Cáscara amarga), Juan Luis Mira (Beca y Eva dicen que se quieren), Carolina África (Verano en diciembre) o Itziar Pascual (Eudy), además de obras como Elisa y Marcela de A Panadaría.
Nuevos pasos apuntan hacia lo explícito, como sucede en Afterglow, obra de S. Asher Gelman que se ha estado representando hasta hace poco en Nave 73, que compite en los Premios Max y que desnuda a los actores para abordar la intimidad en las relaciones afectivas. Y, sobre todo, hacia el mundo del deporte, uno de los bastiones históricamente inexpugnables del colectivo LGTBIQA+: Puños de Harina, de Jesús Torres reflexiona sobre el racismo, la homofobia, la violencia y la masculinidad en una obra configurada como un combate de boxeo que cuenta la historia de Rukeli, boxeador alemán y gitano que desafió a Hitler, y de Saúl, gitano homosexual que lucha por sobrevivir en la España rural.
En definitiva, nuevos horizontes para un modo de pensar el teatro que se centra esencialmente en la afectividad y en cómo esta se demuestra y se gestiona en sociedad, pero también en una intimidad inevitablemente influenciada por ella.